lunes, julio 6

Recuerdos: "Sonríe"

A mis casi inexistentes lectores que se encuentran en este lugar, este cuento fue escrito hace 3 años y me pareció agradable para la vista y la garganta. Así que sin más, de la serie "Recuerdos" esto es "Sonríe":


Sonríe


Fue un día extraño en el que sucedió lo que, aquí y ahora, es papel. Vientos helados y un sol quemante. Un día tan cambiante como la cara de una moneda, que girando en el aire espera dar el veredicto de una victoria, o una rotunda derrota. Nuestra suerte no siempre nos sonríe, sin embargo si observas con detenimiento la inerte expresión de un cráneo, podrás encontrar una sonrisa perversa entre esos dientes putrefactos.
Sí, a veces la muerte nos sonríe, y nosotros la rechazamos con horrido grito, o expresiones de tristeza y desesperación que seguramente le han de molestar. ¿Por qué no podemos simplemente devolverle la sonrisa? Tal vez así no nos llevaría al inmenso reloj de arena, donde ni con todos los desiertos de este mundo, el tiempo se podría acabar.
Sin más rodeos, empezaré a relatar de lo que yo escuché y vi en una de esas conversaciones de todos y de nadie, que tan seguidamente se dan en el transporte público de nuestra ciudad.
Contaba la historia con tal vivacidad aquel anciano, a su no tan vital acompañante, que de no ser por el desconcertante ruido que provocaban sus respiros (de lo cual no se percato el viejo) hubiera pensado, que este ya no lo acompañaba más. Al parecerme una falta de respeto hacia el viejo, yo me di a la tarea de escuchar su relato, claro sin que él se diese cuenta.


– La mirada fija en la pared – decía– así quedo el pobre Juan Montemayor, ¿Acaso te hubieras imaginado tú que sería así su final?
Su acompañante respondió con un balbuceo indescifrable, de esos que suelta el subconsciente como diciendo, déjame dormir.
Al escuchar el intento de respuesta que su compañero le dio, el viejo prosiguió.
Sí, así es, aún no lo creo yo tampoco. Era un médico de prometedor futuro, quizá si él me hubiera tratado la infección del ojo no hubiera acabado ciego. Pero el hubiera no existe, eso lo sabía él más que nadie – el viejo hizo una pausa para acomodarse las gafas de sol y tomó una bocanada de aire.
– Escuché que su locura empezó debido a que en una ocasión llegó un paciente a su consultorio, diciendo que iba a morir y que necesitaba de su ayuda. Montemayor le preguntó que por qué decía eso, que cuales eran los dolores que lo aquejaban, para poder dar con la enfermedad, y así con el tratamiento adecuado. Pero el paciente (que sólo por término médico lo llamó así), empezó a gritar desesperadamente, una y otra vez la misma frase “¡Voy a morir!” “¡Voy a morir!”, y antes de que Juan pudiese llamar a la policía, el paciente tomó un bolígrafo y se lo clavó a si mismo en la garganta.
Desde ese día Juan empezó a decir que veía a ese sujeto en todas partes, era un muerto viviente. Viviente en sus pupilas. El muerto le gritaba “¡¿Por qué no me salvaste?!” “¡Todo es tu culpa!”.



El viejo se toco la barbilla, como para recordar y prosiguió:
– Dicen que después de eso, Juan ya no pudo más, su locura lo llevo al mismo final. Con la mirada hacia el frente, en su consultorio, sentado en una silla, se había atravesado la garganta como aquel que llegó gritando una vez su triste final.
Pobre Juan Montemayor, que triste final, y sin embargo dicen que ahora…
– Disculpa, ¿tienes un cigarrillo? – me interrumpió el sujeto que estaba a mi lado, quien esbozaba una sonrisa singular detrás de una bata blanca.
– No, no fumo – respondí con igual cortesía devolviendo la sonrisa, a pesar de que perdí la continuidad de la historia del viejo.
– Haces bien, es malo para la salud – y diciendo esto se bajó del autobús.
Dirigí la mirada hacia el asiento que ocupaba y me percate de que se le había olvidado algo. Era un bolígrafo con un nombre grabado. Decía “Dr. Juan Montemayor”.






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